La localización de los recursos botánicos en el espacio se desarrolla a través de un doble desplazamiento: primero, localizando las plantas del Alcázar en el planeta para después, realizar el proceso inverso ubicando las plantas del planeta en el Alcázar.
En el primer caso, la operación devuelve a las especies, cuya memoria de foránea extrañeza fue borrada por el tiempo, la desidia o la indiferencia, su imagen justa, inestable, aventurera, recuperando para ello la deriva que las trajo hasta aquí. Emerge, por tanto, una visión de la naturaleza como un proceso abierto que, de alguna manera, realizamos entre todos, irremediablemente, de manera incesante.
En este sentido, los jardines del Alcázar se vislumbran como un laboratorio paisajístico donde llegaron y se aclimataron especies provenientes de lugares lejanos, proceso que ha transformado este lugar, a lo largo del tiempo, en un arca vegetal, un auténtico índex planetaire, tal como nos sugería Gilles Clément, en una conversación informal.
Por otra parte, el segundo análisis nos permite observar la distribución de las plantas del planeta en el Alcázar. En esta ocasión, la visualización revela la inexistencia de concordancias entre el origen de los jardines y las especies que actualmente lo conforman. Cabe imaginar, por tanto, que cada oleada de nuevas especies introducidas significó la adopción de la mismas no solo en los nuevos espacios, sino también en los antiguos, generando así el palimpsesto que hoy contemplamos.
Esta apreciación no quiere decir que no se observen patrones organizativos en estos jardines. Por ejemplo, las plantas mediterráneas (unas 47 especies, es decir el 26,7% de las inventariadas) son, a pesar de su proporción, las que estructuran primordialmente el jardín. Sobre todo porque incluyen especies clave como el mirto (Myrtus communis) o el ciprés (Cupressus spp.).
Las asiáticas, aquellas que comenzaron a introducirse durante la época islámica suponen, sin embargo, casi la mitad de las especies presentes. Destacando especialmente las procedentes de Asia Oriental, que representan el 38,6% de las especies del jardín (cerca de 70 especies).
Las especies americanas, siendo menores en proporción, sobresalen por su escala y su uso como hitos singulares. Destacan especialmente las de procedencia sudamericana, con 36 especies (frente a las 19 de América del Norte o las 13 del Caribe).
África se acerca al 20% (fundamentalmente a través de plantas procedentes de las regiones mediterráneas del continente), mientras que las especies de Australia y Nueva Zelanda representan un 8,5% de las inventariadas (15 especies).
Por último, las especies propias de Polinesia y otros archipiélagos del Pacífico se quedan en apenas un 2,3 % (con 4 especies representadas).
A modo comparativo, observamos cómo esta distribución difiere parcialmente de la proporción existente en el resto de la ciudad que, según Benito Valdés, guarda el siguiente patrón de distribución: 30 % asiáticas; 20% europeas; 25% americanas; 15% africanas; 6% de Oceanía.
Una vez cartografiadas las especies cabría preguntarse acerca del fenómeno que las trajo hasta aquí. Desde esta perspectiva, la singular distribución de especies en los jardines del Alcázar parece fruto de una lenta superposición realizada por multitud de viajeros a lo largo del tiempo. Una historia interesante que, sin duda, espera ser contada y sobre la cual pretendemos esbozar aquí algunas pinceladas:
a) Viajeros islámicos
Abd al-Rahman I llegó a la Península en el 752 y un año después lo hizo a Sevilla. Con él y su anhelo nostálgico de reproducir los jardines de su abuelo Hixem en Damasco, se inauguró un periodo próspero que conectó Al-Ándalus con Oriente a través de las rutas comerciales del imperio islámico.
A través del historiador y geógrafo Ibn Said al-Maghribi (s.XI) sabemos que Abd al-Rahman I “hizo traer plantas exóticas y magníficos árboles procedentes de las regiones más diversas plantando los huesos de frutas seleccionadas y semillas extrañas que le habían traído sus embajadores en Siria”.
Igualmente, se conservan noticias de cómo los gobernantes andalusíes hicieron de sus palacios y almunias incipientes laboratorios botánicos donde aclimataron nuevas especies y asimilaron técnicas innovadoras que terminarían generando una floreciente revolución verde cuya influencia sobre la economía andalusí sería innegable.
Esta sensibilidad hacia la agroponía y la jardinería enraizada en criterios económicos, pero también religiosos, se desplegaría después en el Alcázar sevillano durante todo el periodo islámico a través de gobernantes como Almutamid o de sus sucesores almohades (bajo cuyo mandato se comenzaron a desarrollar los patios de crucero); de científicos y humanistas como Avenzoar, Averroes o Ibn Jaldun; de arquitectos como Ben Basso (Giralda, Caños de Carmona) o Ali al-Gumari (Patio del Yeso) y de agróponos como los sevillanos Ibn al-Awwam (Libro de la Agricultura Nabatea) o Abû l-Jayr al-Ishbîlî, los cuales, se adelantaron en algunos siglos a los naturalistas europeos del Renacimiento.
b) Viajeros renacentistas
En 1492, Cristóbal Colón descubre América y los Reyes Católicos transforman el Alcázar de Sevilla en una de sus residencias estratégicas, así como en la Casa de Contratación, también llamada Casa del Océano. Un embudo por el que tenía que pasar cualquier viajero o mercancía procedente del Nuevo Mundo.
Posteriormente Felipe II convierte el Alcázar en jardín de aclimatación real. Un laboratorio botánico similar a los que habían comenzado a proliferar en la ciudad patrocinado por eruditos como Tovar, Arias Montano, Monardes o Hernando Colón; quienes aprovecharían el monopolio del puerto sevillano para el estudio y el comercio de las nuevas maravillas provenientes del Nuevo Mundo. Este hecho transformó a Sevilla en un laboratorio paisajístico, en una avanzadilla de la botánica del momento.
De esta época nos quedan documentos que atestiguan dicho trasiego, como las cartas entre Clusius y Simón de Tovar, donde se recogen algunas de las plantas cultivadas por este último procedentes de América como el nardo, los correos acompañados de semillas entre Pedro de Osma y Monardes, o los proyectos de Hernando Colón, hijo del descubridor Cristóbal Colón. Entre ellos, destaca su jardín privado creado con plantas procedentes de sus viajes al Nuevo Mundo. Se calcula, según las noticias, que este jardín poseía alrededor de cinco mil árboles entre los que sobresalían fabulosos ombúes (Phytolaca dioica), de los cuales según atribuye la leyenda, son vástagos los existentes en la Cartuja y en estos jardines.
También existen noticias sobre estos viajes en el Alcázar. Así Ana Marín recoge a través de Gestoso como el 7 de Octubre de 1577 el veedor Francisco Jimenez compró “46 mazetones a 14 mrs. cada uno para sembrar en ellos las simientes que se truxeron de la nueva españa por mandato del rey”, simientes que tuvieron que dar sus frutos porque en 1578 se ordeno a Juan de Campaña que pintara y sacará del natural “las yeruas y arboles que se truxeron de las yndias y se plantaron en estos alcazares por mandato de su magestad en macetas en questan nacidas…”
c) Viajeros románticos
Sin embargo, a finales del siglo XIX la ciudad había pasado de ser uno de los centros globales de innovación a transformarse en un reducto romántico donde los viajeros llegaban buscando no el futuro, sino el pasado; un pasado estilizado y legendario dónde según Washington Irving, uno de sus más ilustres visitantes, se “mezclaba lo sarraceno con lo gótico y donde las reliquias conservadas desde el tiempo de los moros recordaban pasajes de las mil y una noches”.
Esta mirada nostálgica hacia el pasado prevalece y enraíza en Sevilla a través de múltiples manifestaciones, incluso durante el siglo XX cuando la ciudad hace importantes esfuerzos por modernizarse. Así ocurre con la Exposición Iberoamericana de 1929 y también con la Exposición Universal de 1992, que celebran los vínculos de la ciudad con América.
Curiosamente, ambas actualizaciones urbanas vinieron acompañadas de importantes operaciones paisajistas. La del 29, alrededor del parque María Luisa diseñado por el gran jardinero francés Forestier.
La del 92 a través de la reinvención de la Isla de la Cartuja; operaciones que rememoran otras del pasado, como aquella de la Alameda de Hércules o, más recientemente, las de Cristina o Delicias fomentadas por el asistente Arjona y asesoradas por el gran botánico Botelou, y que manifiestan el carácter de una ciudad que, tradicionalmente, ha confiado en la naturaleza como palanca de innovación urbana.
En este sentido, cada una de estas operaciones puede considerarse también como laboratorios botánicos y paisajísticos, pues propiciaron la llegada de nuevas especies vegetales que terminarían propagándose de manera exuberante por las calles de la ciudad, modificando para siempre su paisaje. El Alcázar no permaneció ajeno a este proceso, sirviendo en unos casos de modelo y en otros de receptáculo.